miércoles, 27 de febrero de 2008

Nos medicamos más, nos medicamos mal

Los psicofármacos se han triplicado en una década - Un tercio de los ingresos en urgencias se debe al mal uso de un fármaco

Estamos rodeados de medicamentos. La mitad de los botiquines de los hogares españoles contienen entre 10 y 20 fármacos y el gasto farmacéutico de este enero ha crecido un 6,19% respecto al de 2007, según datos del Ministerio de Sanidad y Consumo. El análisis de los ríos, donde va a parar el agua de los hogares, ofrece otra excelente radiografía: en ella se encuentran elevadas concentraciones de residuos de antibióticos, antiinflamatorios, antidepresivos y otros psicofármacos. El consumo de estos últimos se ha triplicado en España en la última década, según Sanidad.
Está claro que el entorno se ha medicalizado. ¿Se utilizan los medicamentos de forma racional y eficaz? Teniendo en cuenta que un 36% de los casos que se atienden en los servicios de urgencias de los hospitales españoles se deben a un mal uso de los medicamentos, la respuesta es que en muchas ocasiones no. Son los resultados preliminares de un ambicioso estudio en el que participan nueve hospitales de toda España (el Virgen de las Nieves de Granada, el Hospital Universitario Virgen del Rocío de Sevilla, el Reina Sofía de Córdoba, el Carlos Haya de Málaga, el hospital General de Asturias de Oviedo, el de Cruces de Bilbao, el Gregorio Marañón de Madrid, el hospital Clínic y el de Sant Pau de Barcelona).
"Un medicamento tiene que ser necesario, efectivo y seguro", afirma Isabel Baena, coordinadora del proyecto e investigadora del grupo de investigación en atención farmacéutica de la Universidad de Granada. Muchos de los problemas relacionados con los medicamentos se deben tanto al exceso como a la falta de medicación. "Hay muchos pacientes que necesitarían medicación pero que no van al médico, cerca de un 9%. Luego tenemos un 1% que toma un medicamento que sobra, a veces por automedicación, otras por una mala prescripción médica", explica Baena.
La ineficacia de los medicamentos está detrás de las razones por las que algunos pacientes acuden a urgencias. "Es muy frecuente que el paciente no tome la pauta entera, y también que no siga las dosis adecuadas, porque no hace caso al médico o porque el mismo facultativo no ha prescrito la dosis adecuada", explica Baena. La inefectividad también se puede deber a la interacción con otros medicamentos, que anulan el efecto deseado. De hecho, los pacientes más afectados por esta situación son los enfermos crónicos que toman más de cinco medicamentos.
También existe una pequeña fracción de inefectividad que entra dentro de la normalidad, puntualiza María José Faus, directora del Máster en Atención Farmacéutica de la Universidad de Granada: "A algunas personas les ocurre que, por sus características propias, el medicamento no les hace efecto. No hay ni un solo medicamento que funcione al cien por cien, la máxima efectividad se sitúa en el 85%, o sea que ese margen de inefectividad existe aunque el tratamiento se siga bien".
Los ancianos son quienes más acuden a urgencias por tener problemas con los medicamentos. Toman muchos, un arsenal para algunos difícil de gestionar. Además, los desórdenes corporales que acompañan a la vejez contribuyen a generar desajustes en las dosis. "Pueden tener alterada la función renal o hepática y no eliminan los medicamentos de la misma forma", explica Ester Durán, farmacéutica del Servicio de Farmacia del hospital Gregorio Marañón de Madrid, que también participa en el proyecto.
Según el estudio, el 75% de estos malos usos que acaban con un viaje a urgencias se podrían evitar. ¿Sobre quién recaen las responsabilidades? "El paciente pasa por diferentes puntos del sistema sanitario que permitirían identificar estos problemas y desde los que se podría actuar", afirma Baena. Las responsabilidades se reparten a partes iguales entre los tres eslabones de la cadena sanitaria: médicos, farmacéuticos y el propio paciente. "Un médico te receta una cosa, y puede que otro te recete otra. Si no hay alguien que ordene esta medicación, difícilmente se puede resolver el problema", apunta Faus. "Para evitar estos problemas serían necesarios profesionales dedicados a realizar un seguimiento farmacoterapéutico de los pacientes, se trata de buscar complicidades y aliados".
Ordenar la medicación de los pacientes enfermos puede contribuir a mejorar la situación. Pero también será necesario revisar los botiquines de los hogares españoles. Según un estudio del grupo Urano, más de la mitad de los botiquines españoles guardan más de 10 medicamentos. "La composición del botiquín suele reflejar, en cierto modo, la estructura del mercado farmacéutico", explica José González, farmacéutico y uno de los responsables del estudio. Los analgésicos y antipiréticos son el grupo terapéutico más frecuente, presentes en el 89% de los hogares, seguidos por los antiinflamatorios no esteroides, en el 53%, y los antibióticos, en el 46%. En el caso de estos últimos, uno de cada tres se ha comprado sin receta. Según la Red Española de Atención Primaria (REAP), un 10,8% de los medicamentos que necesitan receta se acaba vendiendo sin ella. También muchos quedan aparcados en el botiquín como resto de un tratamiento no finalizado, para acabar siendo utilizados por otros miembros de la familia sin acudir al médico.
José Martínez Olmos, secretario general del Ministerio de Sanidad y Consumo, reconoce que "estamos en una sociedad donde el medicamento tiene una valoración social muy alta, como algo capaz de curarlo todo, de solucionar los problemas de salud, y a veces al médico le cuesta explicar a la persona que su problema no se soluciona con fármacos, sino con cambios en estilos de vida". Afirma que "los únicos medicamentos que no están de más en un botiquín son los que se anuncian por televisión y que por tanto no requieren receta; el resto sobra".
España no desentona en el contexto internacional. La Organización Mundial de la Salud, que considera una prioridad establecer políticas para el uso racional de los medicamentos, estima que cerca de la mitad de las medicinas se recetan, se dispensan o se utilizan de una forma inadecuada. Los antibióticos, cuyos excesos generan resistencias y existe el peligro de que se vuelvan inefectivos, son el grupo de medicamentos que más ha preocupado y el que más campañas ha originado, lo que ha permitido reducir su consumo en un 10% en el año 2007.
Sin embargo, habrá que dedicar esfuerzos a otras especialidades, como los antiinflamatorios o los antidepresivos. El consumo de psicofármacos, es decir, antidepresivos, antipsicóticos, antiepilépticos y ansiolíticos e hipnóticos, se ha triplicado en España en la última década. Josep Basora, vicepresidente de la Sociedad Española de Medicina de Familia (SEMFYC), explica que un 28% de los pacientes que se visitan en los centros de atención primaria presentan signos y síntomas antidepresivos, aunque tan sólo la mitad se diagnostica como depresión mayor. Para este especialista, el problema es que "se han medicalizado enfermedades que no eran más que cosas de la vida cotidiana". Las mujeres son el 75% de los consumidores totales de somníferos o tranquilizantes, según datos del segundo informe sobre salud y género. "Ante situaciones inespecíficas expresadas por las mujeres, donde no existe una patología clara, médicos y médicas tienden a prescribir psicofármacos", según responsables del Ministerio de Sanidad y Consumo.
En el caso de los antiinflamatorios, el medicamento más frecuente en los hogares españoles, no hacer un buen uso puede afectar a "las personas que sufren continuamente migrañas, y que al no tomar bien el medicamento pueden acabar sufriendo un efecto rebote", explica Basora. Para Javier Rivera, vicepresidente de la Sociedad Española de Reumatología, la mayoría de antiinflamatorios y analgésicos se aplican realmente cuando hay dolor. "Sólo hemos detectado algunos abusos con el Tramadol, un analgésico que creemos que se está utilizando más de lo necesario ante problemas pequeños, como dolores de cabeza, y que puede causar problemas digestivos, dolores de cabeza y un estado de aturdimiento".


Mónica L. Ferrado
EL País, 25/02/2008

lunes, 4 de febrero de 2008

Patentes que expiran, farmacéuticas que enferman

Las patentes de algunos de los medicamentos que más éxito y dinero han reportado a las grandes farmacéuticas estos años tocan a su fin. Lo harán en los próximos cuatro años. Una lucrativa industria que en estos momentos presenta un cuadro médico incierto.



Los medicamentos son para la gente, no para las ganancias», declaraba a modo de juramento hipocrático a la revista ``Time'' en 1952 un cuasifilántropo Georges Merck, fundador de los laboratorios farmacéuticos del mismo nombre. Más de medio siglo después, pocos, o casi nadie, se creen aquella declaración de intenciones; hoy, como denunciaba el premio Nobel de Medicina Richar J. Roberts, «el fármaco que cura del todo no es rentable». Entre 1995 y 2002, según la Organización Mundial de la Salud (OMS), la industria farmacéutica fue la más lucrativa en EEUU. Sin embargo, esa «licencia para lucrarse», como alguien definió la tarjeta de presentación de este sector, parece víctima de algo más serio que un proceso gripal. Entre 2008 y 2012 expirarán las patentes sobre 40 de los principales fármacos que generan casi la mitad de las ventas de los grandes laboratorios en EEUU. Las firmas de genéricos se frotan las manos, al tiempo que las Big Pharma se toman un ``Gelocatil'' mientras idean cómo seguir manteniendo los beneficios porcentuales de dos dígitos a los que están acostumbradas.
El estadounidense Jonas Salk, inventor en 1954 de la primera vacuna contra la poliomielitis, declaraba entonces: «No se puede patentar el sol», para rechazar cualquier licencia sobre un descubrimiento que salvaría millones de vidas. Desde 1948 las grandes farmacéuticas se volcaron en investigar el desarrollo de antibióticos que hicieran frente a las temibles enfermedades infecciosas. Se consiguió. Llegaron las enfermedades crónicas, la lógica empresarial arribó y los fines cambiaron.
Que la salud se rige por las leyes del mercado no es ninguna novedad, sobre todo para los millones de personas que viven en los países empobrecidos. La Organizacón Mundial del Comercio (OMC) es la encargada de esa regulación a través de la herramienta de las patentes, que establecen un periodo de 20 años a partir del momento en que se patenta el fármaco, no desde su comercializació n, lo que retrasa algunos años ese reporte de beneficios. Durante esas dos décadas, el producto sólo puede venderlo la empresa inventora. Por cada dólar invertido, se ha llegado a afirmar, obtiene mil en el mercado.
Pero muchos expertos consideran que las grandes compañías se han dormido en los laurales durante estos años de vacas gordas. La FDA estadounidense, encargada de dar el visto bueno a cada nuevo fármaco en aquel país, aprobó durante 2007 tan sólo 19 productos, la cifra más baja desde 1983. Es la consecuencia gráfica de una tendencia que se veía venir. A pesar de duplicar, se dice, las inversiones en I+D, los grandes laboratorios no consiguen desde hace años sacar al mercado nuevos filones.
En la actualidad, se calcula, sólo una de cada 10.000 moléculas investigadas termina como receta médica. Los fármacos para combatir la ansiedad se agotaron hace tiempo y desde la llegada de las estatinas para reducir el colesterol no ha habido terapias nuevas que reduzcan los problemas de la arteroesclerosis. Sólo dos ejemplos del estancamiento innovador de una industria que encima se tiene que enfrentar a una pérdida acusada de su imagen a nivel mundial, además de a procesos judiciales por los efectos secundarios de algunos de sus fármacos, amén de sonados fracasos en la búsqueda de nuevos productos estrella.
Y tanto ha ido el cántaro a la fuente, que al final las patentes expiran. El último número de la publicación sanitaria ``El Global'' se refería a esa ola de vencimiento de patentes que ensombrece el futuro a medio plazo de la gran industria del medicamento. Lo bautizaba como patent cliff, algo así como el «precipicio de las patentes». Sólo durante este 2008, la potestad sobre siete fármacos de éxito expiran en EEUU, país que absorbe casi la mitad del mercado mundial. Desde tratamientos para el asma a la epilepsia o el trastorno bipolar, pasando por otros para la osteoporosis. Pero el final de determinadas patentes afectará también a otros mercados como el francés, alemán o británico.
Una de las farmacéuticas que se verá más dañada es la estadounidense Pfizer. Dentro de sólo dos años vence la regalía sobre el Lipitor, un medicamento para reducir el colesterol y que se considera el de mayor venta de la historia. Su genérico probablemente reducirá sus ventas a una fracción de sus actuales 13.000 millones de dólares de ingresos anuales. Otro tanto le sucederá a Merck con sus exitosos Fosamax, para la osteoporosis, Singulair, para el asma, y Cozaar, para el corazón, que representan nada menos que el 44% de los ingresos de la compañía. El año pasado ya caducó la patente de su fármaco Zocor, para reducir el colesterol, y sus ventas cayeron un 82% en favor de los genéricos más baratos.
Las artimañas de la industria
Patentes que expiran, alarmante falta de nuevas drogas, tradicionales inversores que se alejan, pérdida de liderazgo en el ránking de sectores más inovadores, caídas en las bolsas... «Creo que la industria está condenada si no cambiamos», admitía estos días a ``The Wall Street Journal'' el presidente de la famacéutica Eli Lilly. ¿Y qué hacer, entonces? Una de las salidas más fáciles que han encontrado es la de abaratar el gasto de investigación en favor de fármacos que no son precisamente novedades, sino pequeñas mejoras de los ya existentes.
Según la FDA estadounidense, referente mundial, sólo el 13% de los fármacos que salen al mercado mejoran de modo sustancial a los ya existentes más baratos. La OMS eleva ese cálculo al 15%, mientras el organismo controlador canadiense lo rebaja al 7%. En cualquier caso, en más del 85% de los nuevos medicamentos la eficacia de comparar el nuevo producto con el anterior es prácticamente nula. No es de extrañar, por tanto, que como denuncia el catedrático y asesor del catalán Hospital Vall d´Hebron Joan Ramon Laporte -que llegó a ser llevado a juicio por una farmaceútica por denunciar los efectos dañinos de uno de sus medicamentos- , cientos de nuevas drogas salen cada año al mercado cuando apenas se necesitan 400 para cubrir más del 99% de la demanda asistencial.
Y es que otra de las «artimañas» cada vez más denunciadas que aplica la gran industria médica es la de generar enfermedades. «Toda persona sana es un enfermo que ignora lo que es», vino a decir a principios del siglo XX un galeno francés, como recoge en el prólogo el periodista alemán Jörg Blech, autor del exitoso ``Los inventores de enfermedades'' (2005), donde sacaba a la luz la popularizació n de patologías de manera interesada en aras de una medicalizació n completa de nuestras vidas. Henry Gadsden, quien fuera director de Merck hace tres décadas, llegó a admitir que soñaba con producir medicamentos destinados a los sanos. A fe que vio cumplido su sueño.
Herramientas en la recámara que no evitarán que durante este 2008 sigamos asistiendo al proceso de megafusiones entre grandes firmas, lo que conllevará reducciones de plantilla y gastos en infraestructura.
Uno de los nuevos azotes de esta cada vez peor vista industria es el profesor Phillipe Pignarre, quien tras 17 años empleado en el sector farmacéutico regresó del lado oscuro y publicó ``El gran secreto de la industria farmacéutica'' (2003), donde denunció que el nuevo eslogan de estas poderosas compañías es que «los beneficios de hoy son los medicamentos de mañana» o, lo que es lo mismo, que las patentes de hoy harán posibles nuevos medicamentos mañana.
Lo cierto es que cada vez que un portavoz del sector farmacéutico abre la boca esgrime aquello de que poner un medicamento en el mercado viene a costar del orden de 800 millones de euros, un precio excesivo que necesariamente obliga a una patente cara. Enrique Costas Lombardía, quien fuera vicepresidente de la conocida «Comisión Abril» que evaluó el Sistema de Salud español, concedió el año pasado una entrevista a la revista ``El Topo''. En ella, cuestionaba ese repetido argumento denunciando que la industria nunca ha permitido contrastar el dato e, incluso, ganó una larga batalla legal en EEUU por ello. Una respetada organización estadounidense de la sociedad civil, Public Citizen Congress Watch, rebajó en su día la cifra real de sacar un medicamento a la venta a los 90 millones de euros. «Una diferencia tan desmedida que sólo es posible si alguien miente, y el que más se beneficia de hacerlo es la industria», afirmaba Costas.
Pero como más de uno pensará, a pesar de estas revelaciones, con las farmacéuticas hemos topado.

Joseba Vivanco

24 fallecidos en Holanda al probar un nuevo fármaco

Un ensayo clínico coordinado por el hospital Universitario de Utrecht y en el que se administraron probióticos (una mezcla de bacterias beneficiosas para el organismo) a 198 pacientes de un total de 296 aquejados de pancreatitis aguda, se ha saldado con la muerte de 24. Entre los que no tomaron el compuesto, murieron 9.
Los resultados, hechos públicos ayer, han sorprendido a los especialistas cuyo portavoz, Hein Gooszen, aseguró sentirse "destrozado y asombrado ante unas cifras excepcionalmente negativas" que están investigando. Todos los pacientes habían firmado su consentimiento para recibir el tratamiento experimental, al que se sumaron 15 centros médicos nacionales entre 2004 y 2007. Los fallecidos tenían la salud muy deteriorada antes de sumarse a la prueba.
La pancreatitis es una inflamación del páncreas que puede ser aguda, aguda severa o crónica y en la cual las enzimas pancreáticas destruyen su propio tejido. Un páncreas sano, fabrica y segrega enzimas digestivas además de las hormonas insulina y glucanón. En el caso de la prueba holandesa, los enfermos recibían las "bacterias amigas" de la solución probiótica por medio de una sonda gástrica.
Microorganismos similares a los utilizados se producen de forma natural en el yogur y otros derivados lácteos. Hasta la fecha, los ensayos de laboratorio se habían efectuado con ratones. Existen también en la literatura médica otros dos experimentos europeos parecidos con personas, aunque en menor escala (entre 40 y 60 pacientes), que arrojaron resultados esperanzadores. "En ningún caso hubo efectos adversos", aseguró Gooszen.

Sabel Ferrer
El País (24/01/08)

domingo, 3 de febrero de 2008

La doma de los jóvenes bravíos

Hay una verdadera parafernalia para lograrlo en EE.UU. y el remedio es sencillo: consiste en criminalizar y más, en patologizar a los jóvenes norteamericanos rebeldes, disconformes con el autoritarismo y que lo retan. Se los considera trastornados mentales y carne de tranquilizantes, anfetaminas y otras sustancias psicotrópicas. La Asociación Estadounidense de Psiquiatría bautizó el presunto padecer en 1980: porta el nombre de desorden de oposición desafiante (ODD, por sus siglas en inglés) y no se aplica a los delincuentes juveniles. Más bien a quienes no incurren en actividades ilegales, pero muestran "un comportamiento negativo, hostil y desafiante". Los síntomas incluyen "desafiar o negarse activamente a cumplir las demandas y normas de los adultos" y "discutir a menudo con ellos". Son definiciones oficiales de la Asociación (alternet.org, 28-1-08).


El especialista en salud mental Bruce E. Levine indica que sus colegas estadounidenses no toman en cuenta que un medio opresivo suele originar esa clase de rebelión juvenil y la "curan" con drogas. Las grandes empresas farmacéuticas, muy agradecidas. Como señalara Fernando Savater, la tendencia a considerar "enfermos" a quienes se comportan de manera "excéntrica, vituperable o peligrosa... es una tradición bien documentada desde comienzos de nuestra época moderna y racionalista" (Clarín, 31-10-04). Existe en EE.UU., desde luego. John Adams, su segundo presidente y uno de los Padres Fundadores del país, promulgó en junio de 1798 cuatro leyes de eterna duración: a) el plazo para optar por la ciudadanía estadounidense se amplió de 5 a 14 años de residencia; b) el presidente puede deportar a los extranjeros "peligrosos" según su soberana voluntad; c) el presidente puede expulsar o encarcelar a extranjeros enemigos en tiempos de guerra; d) toda conspiración contra el gobierno, incluyendo los disturbios, es un delito mayor.
Otro Padre Fundador, el médico presbiteriano Benjamin Rush, diagnosticó en 1813 que la rebelión contra la autoridad federal centralizada es "un exceso de pasión por la libertad" y que "constituye una forma de insania". En 1851, el Dr. Samuel Cartwright descubrió la "drapetomanía", mal que, según él, provocaba en los esclavos el deseo de huir, y también lo que llamó dysaesthesia aethiopis, enfermedad que impedía que los esclavos prestaran la debida atención a las órdenes del amo. No había esclavitud, había enfermedades. Hoy sucede lo mismo.
El gobierno estadounidense necesita una juventud sumisa, dispuesta a sacrificar su vida en cualquier guerra que a la Casa Blanca se le antoje, y que no participe en pujas "subversivas" como los movimientos por la paz o en defensa de los derechos humanos. Drogas aparte, el Pentágono ha tomado medidas para evitar esos "peligros", particularmente en las universidades, cuna del rechazo a la guerra de Vietnam. La ley de prevención de la radicalización violenta y del terrorismo en el país, aprobada por la Cámara de Representantes, está destinada precisamente a los campus. La Unión Estadounidense de Libertades Civiles (ACLU, por sus siglas en inglés) ha revelado que el Pentágono acumulaba, en 2006, 186 expedientes de "protestas antimilitares" –algunas calificadas de "amenazas probables"– de grupos universitarios (The Nation, 25-1-08).
Los cuerpos policiales de dos tercios de las universidades cuentan –según el Departamento de Justicia– con un arsenal que incluye desde balas de goma y proyectiles de pimienta hasta rifles y armas semiautomáticas, aunque suelen más bien utilizar paralizantes eléctricos, esos parientes de la picana eléctrica, para reprimir manifestaciones. La "guerra antiterrorista" impulsó a incrementar la vigilancia en los campus mediante incontables circuitos cerrados de televisión, que se decuplicaron desde el 11/9. La industria electrónica y otras, muy agradecidas. Por lo pronto, el Departamento de Educación y el FBI han confeccionado una base de datos que registra a los 14 millones de estudiantes que solicitaron cada año becas en el período 2001-2006. ¿La razón? Identificar a "gente de interés" por su posible vinculación con alguna "actividad terrorista".



Los estudiantes extranjeros gozan de una vigilancia especial: el Departamento de Seguridad Interior (DHS, por sus siglas en inglés) lleva registrado el nombre de más de 4,7 millones de ellos, aunque sólo uno de cada veinte indocumentados ingresa en la universidad. Algunos carecen de medios y otros tienen buenas razones para no hacerlo: no pocos fueron deportados antes de graduarse. Pero no todos los estudiantes son candidatos a demonio para el DHS: otorga becas a alumnos y profesores para "promover una cultura de la seguridad interior en la comunidad académica" y ha fundado seis centros de excelencia en la materia (www.dhs.gov). Se trata de crear "un capital intelectual" contra el terrorismo. Más bien parece que el DHS se aplica a controlar estrictamente todo capital intelectual.

Juan Gelman
Rebelión