lunes, 17 de septiembre de 2007

La Residencia. Eufemismos, paradojas, mitos y realidades.




“La norma está representada por la eficacia o la productividad, quien no responde a estos requisitos tiene que encontrar su ubicación en un espacio en el que no entorpezca el ritmo social.”


Franco Basaglia





A pesar de los esfuerzos por disfrazarla, la institucionalización de personas con graves discapacidades intelectuales sigue siendo uno de los escenarios donde más se vulneran los derechos humanos y una de las formas más graves de exclusión. Las instituciones dedicadas al confinamiento de este colectivo –oculto y marginado entre los marginados– pretenden adquirir un carácter terapéutico, huyen del término institución, incluyen en su propaganda conceptos como calidad de vida, atención especializada, rehabilitación, etc. Sin embargo, se utilizan exclusivamente como "depósitos" donde los internos son abandonados a una denigrante situación vegetativa, sin estimulación ni libertad alguna, y donde son víctimas de todo tipo de abusos. Este es el caso, por ejemplo, de las macrorresidencias para "profundos" con capacidad para cien y más personas que, alejadas de los núcleos urbanos, controlan la totalidad de la vida de sus internos bajo el eufemismo atención integral (dispensan todos los servicios necesarios y "no hace falta salir para nada"). Gobernadas según criterios empresariales, en estas residencias se procura organizar la vida diaria de tantas personas con el mínimo gasto de recursos. De hecho, la única atención que reciben allí los residentes se limita a una misma y estricta custodia para todos. Asimismo los ambientes restrictivos y deshumanizados que reinan en su interior, lejos de ser terapéuticos, contribuyen a incapacitar totalmente a los individuos, aumentando sus minusvalías y cronificando su situación de dependencia.



De individuo a problema técnico



El internamiento en residencias de este tipo nunca es un acto libre y voluntario. En la mayoría de las ocasiones llega producto del deseo de los familiares, muchas veces tras conseguir éstos la incapacitación legal del afectado por sentencia judicial. Este mecanismo legal se basa en que un juez nombra un tutor (representante) "porque el individuo es incapaz de manifestar su voluntad puesto que su discapacidad se lo impide", limitando así la capacidad de obrar y de decidir sobre todos los aspectos de su vida.
En todos los casos el encierro supone reforzar los efectos negativos que se producen sobre la persona que padece una minusvalía. Estas instituciones anquilosadas y marginadoras no responden en absoluto a las necesidades de sus internos. Su ideología asistencial está cimentada sobre una manera superficial y obsoleta de concebir la realidad del colectivo, herencia de los prejuicios del pasado. Las personas con grave discapacidad intelectual son incapaces de aprender nada y muchísimo menos llevar una vida mínimamente independiente, tan sólo se les pueden cubrir las necesidades básicas (higiene, salud y alimentación).
Una vez dentro, el radical desarraigo que se produce con el mundo exterior y la vida diaria institucional originan un progresivo proceso de despersonalización. Al ingresar en grandes soluciones residenciales, donde es característica la masificación deshumanizante, los internos pasan a considerarse meros objetos pasivos de intervención técnica. Marcados, agrupados, clasificados y uniformados según su patología, van perdiendo paulatinamente su propia identidad. La persona que estaba ahí con sus dificultades y sus capacidades es despojada de toda su humanidad y convertida poco a poco en un cúmulo de registros e informes (control de crisis epilépticas, evaluaciones psicológicas, historias clínicas, informes médico-psiquiátricos, registros de medicación, de dietas, de actividades,...)

Efectos yatrogénicos



El entorno hostil y restrictivo en el que viven las personas institucionalizadas tiene realmente unos efectos catastróficos. Las relaciones humanas en el seno de estos centros son fuertemente jerárquicas. Evidentemente, los internos se encuentran degradados en el último peldaño de la estructura, obligados a adaptarse al disciplinado "existir" diario y sometidos al rígido reglamento de la institución, la cual no discrimina necesidades ni demandas particulares de los que allí residen. Todos reciben la misma oferta institucional basada en un "asistencialismo de contención".
Moldeados mediante la celosa privación de estímulos en un día a día absolutamente rutinario y vacío de contenido, los residentes son conducidos a la pasividad incondicional. No tienen derecho a manifestar preferencias ni derecho a decidir nada en ningún aspecto de sus propias vidas, teniendo que ir de una sala a otra en rebaño y resignándose a dormir, despertar, comer, hacer sus necesidades, etc. a la hora que toca y no a otra. Simplemente han de "portarse bien". Lo que quiere decir que su conducta ha de limitarse a la docilidad y a la obediencia. El interno "bueno" es el interno pasivo, el que no reniega ni perturba. Así, pasan la mayor parte del día sin hacer nada, vigilados de cerca por un escaso número de cuidadores no cualificados y en condiciones más que precarias. La existencia en las entrañas de estas instituciones puede llegar a ser absolutamente tediosa y denigrante, inimaginable para quien no ha estado en una de ellas alguna vez. Los internos tan sólo reciben una cama para dormir, comida y se les pone delante de la televisión, que representa la única "ventana hacia el mundo". Nadie ha de preocuparse de nada porque todo lo deciden otros. La mayoría no desempeñan ningún tipo de actividad lúdica u ocupacional. Además la carencia de calor y de estimulación da lugar a una destrucción de las voluntades. Nadie tiene deseos ni esperanzas allí dentro. Todos los días son iguales. La misma secuencia invariable de gestos y actos se repite diariamente hasta el infinito. Eventualmente este ambiente llega a proporcionar una falsa sensación de seguridad a los internos, que acaban temiendo cualquier cambio o novedad. Las pocas actividades y salidas que se realizan en la institución vienen rigurosamente programadas desde arriba y van dirigidas siempre al mismo grupito de internos (los que han aprendido a no crear problemas y a pasar desapercibidos). Pero la mayoría no tienen otra opción que replegarse en su autismo, indiferentes a todo lo que les rodea, abstraídos psíquicamente en cualquier rincón, sumergidos en una profunda apatía o golpeándose estereotipadamente contra la pared. De esta manera, día tras día, año tras año, la competencia y las aptitudes de los individuos se van deteriorando, se crean nuevas discapacidades adicionales y se fortalecen las dependencias. El resultado final es un grupo de personas totalmente ineptas para encarar los aspectos más básicos de su vida diaria.
Para facilitar este régimen carcelario en un contexto donde es característica la insuficiencia extrema de personal, existen todo tipo de medidas de control del comportamiento. Desde los cócteles de psicofármacos hasta las contenciones mecánicas como las muñequeras o el chaleco-cinturón son utilizados para acabar de restringir la capacidad funcional de aquellos posibles "alborotadores" del orden institucional.

Cobertura técnica



A pesar de la fachada terapéutica que le proporciona la presencia de médicos, psicólogos, asistentes sociales, rehabilitadores, etc., la residencia no es precisamente un espacio de salud ni de rehabilitación ni de integración social. El personal técnico se encarga básicamente de dar una apariencia ética a la institución. Cosa que no ha de ser nada fácil ya que, mientras por un lado se proclaman objetivos formales a favor de la inclusión social de sus internos, por el otro se ha de justificar la existencia de vallas, puertas cerradas, ventanas con rejas, aparatos de contención física, etc. Como dice Goffman respecto a las instituciones totales, "esta contradicción entre lo que la institución hace realmente y lo que sus funcionarios deben decir que hace, constituye el contexto básico donde se desarrolla la actividad diaria del personal" (Goffman: 2004, p.83).
Las restricciones físicas, por ejemplo, se justifican argumentando razones terapéuticas o de seguridad (evitar caídas, eliminar conductas desadaptadas, mantener vías invasivas, vencer las resistencias a un tratamiento o alimentación, mantener la alineación corporal del interno,...). Sin embargo la mayoría de las veces se utilizan como simple castigo o como medida desesperada de un cuidador ante la terrible sobrecarga de trabajo. Cualquier indisciplina o desobediencia por parte de algún interno se interpreta como un síntoma de empeoramiento de su enfermedad y se corrige rápidamente con muñequeras y cinchas. Posteriormente el incidente se traduce a un lenguaje técnico y queda registrado como una crisis de agitación psicomotriz. Sucede que ante la inexistencia de alternativas menos intransigentes, muchas de estas prácticas se acaban "institucionalizando", y a pesar de que atentan directamente contra los principios fundamentales del cuidado y chocan frontalmente con los fabulosos objetivos de la institución en relación con la autonomía, independencia y calidad de vida de los internos, la utilización abusiva de restricciones físicas termina formando parte de lo cotidiano y de lo habitual. De este modo podemos encontrarnos con residentes que pasan los días y los años atados "preventivamente" a la cama de manos y pies simplemente por el hecho de contar con antecedentes conflictivos. Otros, los que presentan conductas "molestas" para sus cuidadores, pasan el tiempo inmovilizados por un acercamiento extremo entre la silla y la mesa, apretados como auténticos bocadillos humanos, o directamente sujetados a la silla con sábanas anudadas y correas. Es evidente que en estos casos el uso de dispositivos limitantes responde más a razones de gestión y organización que a criterios terapéuticos o de seguridad. Lo mismo sucede con los psicofármacos. Las personas con discapacidad psíquica institucionalizadas constituyen una de las poblaciones más medicadas con neurolépticos. Aunque se argumenta para ello la alta frecuencia y gravedad de los trastornos de conducta presentes en esta población, no parece ser este el principal criterio para la utilización de estas drogas tan nocivas para la salud. Las prácticas de prescripción están fuertemente influidas por factores no médicos, como la falta de personal o la inexistencia de programas, actividades y estrategias más adecuadas. Además, pese a que los psicofármacos los prescribe un psiquiatra (que apenas pisa la institución), la persona que cuenta las gotitas de haloperidol que caen en el desayuno del interno es la misma persona que después ha de estar ocho horas custodiándolo (y... si hoy te has levantado un poco "motorizado" hoy te tomas cinco o seis gotitas extras).

Esencia y presencia



Muchas de estas instituciones desarrollan un obsesivo afán por el cuidado de su imagen. Se presentan a la sociedad como hogares donde las personas con discapacidad encuentran una atención especializada, y donde llegan a estar "mejor que en casa". Repetidamente los órganos directivos muestran en público su interés por la gestión de la calidad, pregonan principios de solidaridad, divulgan la mejora constante de sus servicios, anuncian su compromiso con las personas discapacitadas, se llenan la boca de objetivos y misiones, incluso inician procesos de certificación para acreditar la bondad de su manera de proceder. En realidad esta gestión de la calidad nunca llega a salir de los despachos porque su verdadera finalidad es totalmente ajena al compromiso con sus usuarios. La implantación de un plan de calidad no deja de ser un lavado de cara de la organización que sirve para ganar posiciones en el mercado y estar en mejor situación para la consecución de subvenciones públicas. Subvenciones millonarias que sirven para engrosar las arcas particulares de gestores y fundaciones privadas, y que se justifican con la remodelación permanente de mobiliario y arquitectura del centro, pero que nunca suponen una mejora real para el usuario. Se eliminan barreras arquitectónicas de los aseos para recibir una subvención, pero acto seguido se ha de derribar todo porque la próxima subvención exige lavabos individuales que preserven la intimidad de los residentes, se construyen de nuevo los lavabos y se vuelven a derrocar, se construye, se derriba... Esto explicaría la presencia continua de obras en estas instituciones.
Tras este discurso de sus gobernantes se oculta una clara preocupación por parchear los objetivos reales de la institución, procurando aparentar una realidad que, en el mejor de los casos, tan sólo existe sobre el papel. Todos los esfuerzos dirigidos a mejorar la imagen de la residencia son pocos. No obstante, de puertas para dentro la esencia sigue siendo la misma de siempre. De hecho, esa es precisamente la esencia de estas instituciones: que nada cambie, que siga todo igual. Cualquier cambio es sinónimo de ansiedades, confusión y desconcierto, y no sólo para los internos. El personal, con el tiempo, también acaba padeciendo una institucionalización paralela donde la inercia es el motor de toda su actividad. Difícilmente cualquier innovación, por pequeña que sea, será tolerada por el rígido orden establecido. El tiránico equilibrio institucional entretejido durante años no es capaz de asimilar reformas que podrían llevar al caos. Todo está perfectamente dispuesto, jerárquicamente ordenado. Y eso hace que los profesionales se sientan terriblemente frustrados e insatisfechos, que no puedan desarrollar adecuadamente su profesión. Porque el buen hacer profesional es incompatible con la eficiencia institucional. Y tarde o temprano todos, internos y personal, tienen que adaptarse a las precisas "normas de la casa".
Lo cierto es que la última sensación que tienen los residentes es la de sentirse en su casa. Cada vez más medicados y menos autónomos, son sencillamente reducidos a un lamentable estado vegetativo, animados a dormir todo el día. Y así languidecen a través de los años hasta su extinción, víctimas día a día de la infantilización, los castigos corporales, las amenazas, las humillaciones y el trato vejatorio que reciben de sus cuidadores, los cuales, a su vez, son víctimas de un trato vejatorio por parte de su convenio laboral (célebre es la precariedad laboral que caracteriza al sector de las residencias privadas). Toda una violencia vertical que impregna la actividad diaria en el interior de la institución y que cristaliza en forma de clima humano irrespirable.
Es innegable que estas instituciones no tienen otra función que la de "almacenar" internos hasta el día de su muerte de la manera más económica posible. A pesar de su atención médica y "especializada", la residencia no cura ni rehabilita ni beneficia en nada. Más bien es un lugar oscuro de marginación y yatrogenia devastadora, del que ninguno de sus internos saldrá alguna vez para volver a su hogar.
Silvia Broto Vizcaíno


Bibliografía
Focault, Michel (1975): Vigilar y castigar: Nacimiento de la prisión. Siglo XXI Editores, S.A. 13ª reimp. (2005). p.338
Goffman, Erving (1961): Internados. Ensayos sobre la situación social de los enfermos mentales. Amorrortu editores. 8ª reimp. (2004). p. 383
Basaglia, F., Carrino, L., Castel, R., Espinosa, J., Pirella, A., y Casagrande, D. Psiquiatría, antipsiquiatría y orden manicomial . Barral Editores, Barcelona, 1975. Recopilación de textos a cargo de Ramón García .
Editar una vida, documental de Raúl de la Morena, 2005.
L'atenció a la gent gran dependent a Catalunya: Informe extraordinari del síndic de greuges de Catalunya. Anton Cañellas, 2004.

Serenísimamente poco saludables


La medicalización del consumo, de la sociedad en general tiene, sin embargo, sus límites, que una empresa legal no puede eludir. Por ejemplo, el exceso de algunas vitaminas ante las cuales el cuerpo no está en condiciones de autodepurarse, engendra enfermedades. No las de las deficiencias vitamínicas, entonces, sino las de los excesos.
Hay empresas con vocación de vanguardia. Sin lugar a dudas.


Ejemplos se dan entre los laboratorios de primera línea mundial. Han descubierto que el mercado de gente sana es considerablemente mayor que el de enfermos y por lo tanto, con la estrategia de adelantarse siempre “a los competidores”, confundir deliberadamente lo nuevo con lo bueno, con espíritu siempre innovador, están enfilando sus cañones propagandísticos e ideológicos para persuadir a sectores crecientes de población de que ingieran no ya medicamentos para curarse (algo que ha resultado altamente problemático, porque el mayor rubro de enfermedades hoy en día existentes son las producidas por los medicamentos, precisamente) sino medicamentos o “pre-medicamentos” para no enfermarse. Que la consigna coincida con la realidad es muy otro cantar.

En el empresariado argentino por cuestiones de vanguardia no nos vamos a quedar atrás. La principal productora láctea ha puesto sus pasos en la misma línea que los laboratorios dedicados a curar a quienes no están enfermos, valga el oxímoro. Dedicándose a fortificar todos sus fluidos o masas más o menos sólidas con minerales, bacilos diversos y vitaminas. Por aquello que vender un producto con más y más agregados siempre “luce”. Aunque la salud se resienta. La salud, precisamente que se invoca defender…
El último alarido en esta fiebre “enaltecedora” de cada alimento es el agregado de vitamina C a la leche… la vitamina que se encuentra naturalmente en los cítricos, el polo alimentario opuesto al de los lácteos.
Así tenemos ahora leches o yogures con lactobacilos, vitaminas, complementos minerales, para tomar cada día de nuestras vidas, porque ahí está el gracejo de la propaganda destinada a convertir a los consumidores en dependientes vitalicios…
De ese modo, sustancias que de pronto constituirían un aporte tras una enfermedad (por ejemplo, luego de recibir antibióticos), cuando la necesidad de reconstituir la flora intestinal, por ejemplo, es significativa, se convierten en “pan nuestro de cada día” pudiendo inhibir la capacidad endógena del organismo de generar sus propias partículas de salud, sustituyéndolo ad infinitum…
Esta medicalización del consumo, de la sociedad en general tiene, sin embargo, sus límites, que una empresa legal no puede eludir. Por ejemplo, el exceso de algunas vitaminas ante las cuales el cuerpo no está en condiciones de autodepurarse, engendra enfermedades. No las de las deficiencias vitamínicas, entonces, sino las de los excesos.

Y algunos de los refuerzos vitamínicos con que ahora se nos apabulla no sólo provienen de los maravillosos productos que nos brindan sino también de muchas otras fuentes… Legalmente, una empresa que “fortifica” sus productos con vitaminas no puede no avisar al consumidor del peligro de exceso de ingestión de vitaminas. (Lo mismo debería hacerse con los minerales de los que nuestros cuerpos no se depuran naturalmente.)
El Ser. ¿Cómo soluciona nuestra principal empresa láctea esta dificultad? No hemos podido rastrear en las góndolas porteñas tan bien provistas con Ser lo que sin embargo aparece en un pote de cada veinte, o tal vez de cada cien, en góndolas montevideanas (nutridas por la misma empresa, claro): en menudísima, casi ilegible letra, en un pegotín transparente, ampliando la leyenda con lupa, podemos leer: “Alimento adicionado de [sic] vitaminas. Estos alimentos han sido formulados para niños mayores de 36 meses. Debe tenerse en cuenta que en la alimentación existen otras fuentes de tales nutrientes. Se recomienda a las mujeres en edad reproductiva [apenas entre 15 y 50 años…] o que busquen embarazo y a las embarazadas no consumir diariamente por períodos prolongados más de 1500 microgramos (5000 UI) de vitamina A.”
Esa información no surge de la melodiosa y persuasiva voz que la principal empresa láctea argentina usa para introducirnos a todos en la lactodependencia, pero claramente resulta entonces que Ser no está pensado para niños menores de tres años…
Veamos el Danonino. Otro aporte “alimentario” y éste sí expresamente dedicado a los niños. Hasta el nombre nos sugiere la tierna edad a que va dirigido. Y dirigido para el desarrollo, la nutrición, el crecimiento sano, claro. Aquí sí hemos encontrado info en ambas márgenes del Plata. En Montevideo aparece un texto por el estilo del que viéramos con Ser, que declara: “este alimento no ha sido formulado para niños menores de 36 meses.” Apto, empezaría a ser apto, desde los cuatro años… es decir, cuando el organismo ha consolidado algunas de sus funciones y ha aprendido a defenderse de algunas agresiones, cuando el cuerpito ya está, siquiera a medias consolidado…
Tal vez para formular este consejo es que figuran pediatras en la configuración de Danonino, aunque nosotros ingenuamente nos hayamos imaginado que están para diseñar dietéticamente el “postre”.
En Buenos Aires, si uno se esfuerza por leer un envase de Danonino, la declaración de condiciones de uso, contenido y componentes, puede enterarse que a “niños de 4 a 6 años” les aporta, por cada 200 gr., un 20 % de proteínas, un 42 % de vitamina A, etcétera. Y uno se queda sin saber si de todos modos aporta vitamina A y proteínas a menores de 4 y a mayores de 6 años y en tal caso, qué. A juzgar por la info “montevideana”, no serían aportes deseables para quienes no son “mayores de 36 meses”…
Por otra parte, uno lee todos sus ingredientes; “leche seleccionada parcialmente descremada pasteurizada” (según los envases, solución sacarosa o azúcar, glucosa) más “citrato de calcio, almidón, saborizante artificial, colorante natural, goma guar” (en otros “modelos” de Danonino, goma tara), “sorbato de potasio, goma xántica, gluconato de zinc, vitaminas A, B9” (en algunos también B12) y D, crema, azúcar, “lactato de calcio, gluconato ferroso, cloruro de calcio, vitamina E, cuajo y cultivos lácticos.” Podríamos agregar que en los que declaran ser de frutilla “hay azúcar, jmaf, almidón, sulfato ferroso, esencia artificial de frutilla, ácido cítrico, cultivos lácticos y probióticos.” Ante semejante ristra, empieza uno a entender por qué conviene que niños de muy temprana edad y quienes alojan fetos o piensan hacerlo se cuiden de semejante selva química e ingredientes seudoalimentarios que van mezclados con los alimentos y cuya presencia se explica porque nos venden productos no frescos.
La presencia de alimentos transgénicos está delicadamente sorteada denominando “jmaf” al jarabe de maíz de alto fructosa que proviene, al menos en la Argentina actual, de maíz transgénico. Algo que también podemos observar en Ser, cuando el contenido alude a “almidón modificado”, una forma elíptica de aludir al almidón de maíz genéticamente modificado o transgénico.
En la jerga con que nos envuelven a los consumidores aparecen delicadezas como: “No contiene cantidad apreciable [sic] de grasas trans, fibra alimentaria.” Frase que une en su “apreciación” cambalachera un elemento cancerígeno usado durante casi todo el siglo XX por las industrias alimentarias por su facilidad de manejo (grasas hidrogenadas, que no se ponen rancias) y las fibras, que son un elemento fundamental de la calidad alimentaria.
También podríamos decir que llama la atención que en productos lácteos nos adviertan que son “Sin TACC”. Es decir sin trigo, avena, centeno y cebada. Lo llamativo sería más bien lo inverso: que productos lácteos contuvieran cereales…
La presencia de “esencia artificial de frutilla”, más allá de su sinceridad, revela una vez más la calidad del producto y la estima que conceden al consumidor.
El locutor de la voz persuasiva no nos habla nunca de estos “detalles”. No hay que extrañarse. En realidad, tendríamos que preguntarnos por qué, si llegara a hablarnos de ellos.
El reino de los envases. Los hay tan chicos como que contienen apenas 45 gr. de sustancia presuntamente comestible (Danonino). El costo del envase –y el despilfarro consiguiente– es mucho mayor que el del contenido. Habiendo refrigeración, se podrían confeccionar envases con mayor contenido porque ahorrarían materiales, achicarían el despilfarro social. Tan diminutos envases, ciertamente son un gran negocio para la empresa, ya que no para la sociedad. Permiten aumentar los precios del contenido (al achicar el precio unitario, se tienta mejor al consumidor) y, de paso, le permite confeccionar una “información al consumidor” que es prácticamente letra muerta pues hay que hacer un claro esfuerzo para inteligirla.
Estaría muy bueno hacer un relevamiento entre padres que dan a sus pequeñines Danonino desde la más tierna edad, para saber quiénes han leído las instrucciones acerca de los límites de edad. Este tipo de envase con su respectivo paquete informativo responde claramente al viejo truco de “hecha la ley, hecha la trampa”.
Hay otro aspecto de los envases que bien valdría conocer: si las autoridades bromatológicas han controlado el sellado de los mismos. El cierre por sellado exige temperaturas de por lo menos unos 120 grados, y a esa altura prácticamente son muy, pero muy pocos, los materiales plásticos que resisten sin que sus moléculas inicien una fiesta loca de movimiento. Verificar entonces que no terminen alojándose en el alimento que se supone preservan pero que no deben contaminar (que no “migren” al alimento, como se denomina el fenómeno entre industriales del plástico dedicados a los envases alimentarios, que conocen bien el fenómeno). Cuanto más pequeño el envase de material plástico, más se siente una diferencia en el sabor de su contenido respecto del originario del alimento envasado.
Llama la atención, por último, la incapacidad de reacción, o la capacidad de adaptación, de las autoridades presuntamente bromatológicas (y el estado argentino en sus diferentes esferas, tiene por cierto más de una) ante las carencias y confusiones que hemos reseñado. O tal vez ni nos llame la atención, pero debería.

1 Acerca de la fabricación, y colocación, de medicamentos para sanos, véase la esclarecedora nota de Silvia Ribeiro, “Los señores de la genómica”, serv. ALAI, 20 julio 2004.
2 De material plástico, de muy difìcil recuperación y que por ello mismo, constituye la principal fuente de contaminación ambiental, acuática y terrestre en todo el planeta. Que no por repetido es poco decir.

Luis E. Sabini Fernández